dijous, 19 de gener del 2017

La desaparición de la clase media cultural

Un article d'Esteban Hernández il·lustrat per Pere Salvà


Uno.
Mario es músico. Formó parte de un grupo que publicó dos discos, uno de los cuales fue elegido lp del año por la prensa especializada, tocó en todos los grandes festivales nacionales, giró con frecuencia por España y llegó a subirse a escenarios alemanes y estadounidenses. Cuando la banda se disolvió, los números no dejaban lugar a dudas: habían perdido dinero. 
Los grupos son cada vez más un entretenimiento que exige tiempo, recursos económicos y dedicación a fondo perdido, ese tipo de cosas que se hacen cuando se han realizado las tareas de la vida cotidiana, incluidas aquellas que permiten la subsistencia económica. Cualquiera de los requisitos necesarios para que el conjunto siga activo precisa inversión: instrumentos, locales, desplazamientos, grabación de discos, actuaciones en salas. Los músicos lo han interiorizado, con cierto fatalismo, pero también con una sensación contradictoria que les lleva a pensar que quizá sea mejor así, porque nada ajeno intervendrá en el proceso creativo, una suerte de ‘no tenemos dinero pero sí libertad’. Cuando hablo con Mario me llama la atención la ausencia del futuro en su discurso, porque he escuchado razonamientos similares muchas veces en los últimos tiempos: nadie hace planes a largo plazo, se mueven en proyectos puramente provisionales (la banda durará poco, hasta que surja una nueva aventura) y carecen de esperanzas de llegar a generar los ingresos suficientes para vivir de la música, un tema que ni siquiera aparece en las conversaciones. No digo que no se piense en ello, pero del mismo modo que se anhela un venturoso golpe de azar cuando se está desesperado o harto. No es un problema del mundo de la música, sino de la cultura en general: el escritor sueña con conseguir un éxito masivo, pero del mismo modo que un adolescente fantasea con salir con una súper modelo: estaría bien, pero todos saben que no va a ocurrir. Por supuesto, siguen en la pelea, pero sus esfuerzos se destinan a seguir en el juego, sin esperanzas en que algún día, cuando las cartas se hayan repartido, tengan los ases en la mano.
Esta falta de proyección en el futuro refleja con bastante precisión el ánimo de derrota en el que vive el entorno cultural cuando salen a relucir asuntos económicos. Se ven sobrepasados por un discurso dominante que subraya las reacciones tardías e ineficaces a un mundo tecnológico que les está quitando el suelo bajo los pies y que les hace responsables de su suerte incierta. Tampoco la cultura genera gran simpatía social: todo el mundo lamenta que una librería cierre, y se efectúan numerosas muestras de solidaridad cuando ocurre, pero lo cierto es que si esa empatía se hubiera traducido en compras el establecimiento no habría bajado los cierres. Además, la cultura ha perdido presencia social, porque ya no es un bien simbólicamente valorado: las clases populares no la entienden como una posibilidad de mejora en la pirámide social o de enriquecimiento interior (no hace tantos años, en los barrios obreros y en los de clase media baja se insistía en la necesidad de leer) y las clases altas la ven como una afición de segundo orden, ya que prefieren las experiencias (viajes, acontecimientos, los restaurantes con estrellas Michelín) que les señalan como pertenecientes a un núcleo distinguido. Y por último, sus modelos de negocio se muestran débiles, y no tanto porque estén en proceso de transformación, sino porque viven en situación de decadencia.  De modo que se junta una situación objetivamente complicada con un estado de ánimo resignado: nada esperanzador asoma por el horizonte.
En otros aspectos, las cosas marchan razonablemente bien: hay más obras que nunca a disposición de los receptores, y a menudo de forma gratuita, existe una gran vitalidad creadora y hay muchos medios minoritarios, además de las redes sociales, que informan de lo que se pone en el mercado. Pero este entorno de sobreproducción no ha hecho más que acentuar la tendencia dominante en el mundo de la empresa actual, un proceso de bifurcación en el que subes o bajas y que produce unos ganadores evidentes, los productos de mayor visibilidad, los autores con gran capital simbólico y media docena de grandes empresas de nueva creación, y numerosos perdedores, siendo los principales los integrantes miembros de la clase media cultural (creadores con relativa aceptación, pequeñas y medianas empresas, técnicos y freelances del sector y las publicaciones especializadas) pero también quienes están ocupan los espacios inferiores, ya que ven enormemente reducidas sus expectativas de futuro. Cristina, una escritora, me cuenta que, dado que las grandes editoriales no prestan ya demasiada atención a los autores literarios, estos van a parar a empresas más pequeñas que les acogen dejando fuera de juego a los autores noveles: hoy es mucho más difícil que un autor, músico, cineasta, pintor o técnico cultural recién llegado acceda a la posibilidad de ganarse la vida con su profesión que hace un par de décadas.

Dos.
Hay factores exteriores a la cultura que influyen poderosamente en este contexto, y el más evidente es el de la aceleración. Nuestro entorno posee una gran densidad de estímulos y emociones que nos arrastran a situaciones contradictorias. Contamos con numerosas fuentes de información, muchas posibilidades de entretenimiento (desde videojuegos para el móvil hasta los contenidos de youtube pasando por las interacciones en las redes sociales), tareas cotidianas que cada vez exigen más partes de nuestro día, y poco tiempo para absorberlos. Vivimos inmersos en un ritmo intenso, a menudo más interesados por lo que descubriremos a continuación que por lo que tenemos en la pantalla en ese instante, una dinámica que suele expulsar todo rastro de experiencia sólida. La continuidad temporal es proporcionada por la velocidad, no por un sentido comprehensivo de lo vivido.
El mundo de la cultura sufre especialmente estos procesos, y no sólo por la gran cantidad de competidores que le han surgido en el tiempo de ocio, ni tampoco porque nuestra mente esté haciéndose más a la brevedad que a la profundidad, sino por las transformaciones que se han producido en el sector, sobre todo en lo referido a las creaciones que requieren de un soporte físico para su comercialización masiva, como la música, la literatura o el cine. Sus formas de producción y distribución, los hábitos de los receptores y las formas de visibilidad se han visto sustancialmente modificadas con la llegada de nuevos mediadores y con la posibilidad de compartir archivos a través de la red, a menudo sin retribución para autores y derechohabientes.
Existe una producción bastante mayor que la de épocas recientes, imposible de absorber para cualquier amante de la creación cultural, nuevas formas de mediación y visibilidad que priorizan la rapidez, y un preocupante cuello de botella en el espacio final de la comercialización. El abaratamiento de la producción, así como de la distribución digital, y la aparición de potentes nuevos mediadores ha generado efectos de desorientación consustanciales para orientarse en un entorno de sobreabundancia. La imposibilidad de abarcarlo todo ha provocado que los consumidores culturales vuelvan su mirada hacia lo ya conocido, hacia aquellos artistas que les merecen confianza o hacia quienes están permanentemente en los medios de comunicación. La consecuencia final es que la oferta se concentra y unas cuantas obras acaparan las ventas y los espacios de visibilidad. La gran mayoría de los títulos cuentan hoy con un tiempo de permanencia muy breve, mientras que los escasísimos que alcanzan el éxito logran una circulación nunca pensada. El star system hollywoodiense apenas se renueva, porque aparecen muchos nuevos actores, pero casi ninguno logra permanecer; no ha habido nuevas estrellas del rock en los últimos diez años y las más populares siguen siendo aquellas que ya lo eran hace décadas; todas las temporadas aparecen creadores que se ponen de moda, pero les resulta enormemente complicado permanecer; y hacer autores nuevos es mucho más complicado que antes. Los creadores que gozan de capital simbólico o las empresas que cuentan con una posición estructural privilegiada tienen muchas más opciones de conseguir el éxito mientras que el resto acaba perdiéndose entre masas de producto que circula rápido y se olvida enseguida.
No es que sólo haya espacio para el éxito o la invisibilidad, pero casi. O dicho de otro modo, apenas queda lugar ya para la clase media cultural, para un estrato que necesita de tiempo y continuidad, que no vive grandes triunfos ni sonados fracasos, que vive en la linealidad y en los procesos acumulativos, que no se dirige a grandes masas de la población, pero que cuenta con un seguidor fiel y constante.  Lo cual tampoco deja sitio para la industria que le acompañaba: pequeñas y medianas editoriales, galerías, productoras y distribuidoras cinematográficas, librerías y tiendas de discos, técnicos y periodistas del sector.

Tres.
La vía digital se presentó como la gran esperanza para evitar estas dinámicas excluyentes. Abarataba costes de producción y de distribución, al mismo tiempo que prometía algo impensado, como que cualquier obra pudiera encontrar a su receptor, por muy distante que se hallase: la obra de un músico, de un pintor o de un novelista de Cuenca podía ser disfrutada por un aficionado de Idaho, Buenos Aires o Hong Kong. Las fronteras geográficas iban a desaparecer, lo que abría un espacio inmenso para la calidad y la diferencia. Internet, además, prometía una distribución barata y masiva a un coste muy bajo y la desaparición de los intermediarios, y sus nuevos operadores virtuales, como Amazon o Spotify, aportaban una infraestructura efectiva que daba cuerpo a las nuevas posibilidades. La cultura tenía ante sí un desarrollo potencial nunca imaginado.
Sin embargo, la retórica tecnológica está suponiendo mucho más un problema añadido que una solución. En primera instancia, porque acelera los procesos ya existentes en lugar de moderarlos: Amazon o Spotify, como la red misma, viven de aquello que ya se conoce, no de lo que crean. En un contexto de sobreabundancia y de aceleración, el consumidor medio busca sobre todo eliminar ruido, por lo que regresa a que le resulta fiable, esto es, a autores y obras que le atraen. En segunda instancia, porque los autores actuales, y en particular los jóvenes, tienen que competir no sólo con creadores que están produciendo en ese mismo instante, sino con la misma historia: cuando tienes en la red de modo gratuito la gran parte de la producción musical de los últimos setenta años, ¿por qué vas a perder tiempo en un grupo nuevo y desconocido cuando es posible bajarte las obras completas de los autores que ya te gustan?
Pero, en tercera instancia, el sueño tecnológico es un gran problema para la clase media cultural por su modelo retributivo. Spotify es un buen ejemplo: mientras la empresa mediadora tradicional invertía sufragando los gastos de la producción de objeto físico (el libro, el disco o el dvd) o la obra misma (la película) y corría con la distribución y la promoción, los modelos digitales se basan en la simplificación de los procesos en beneficio propio: Spotify ha puesto en marcha una plataforma donde no hay gastos de producción, porque los creadores aportan sus creaciones ya finalizadas, y tampoco de distribución ni de promoción.  Cuentan con una gran masa de mano de obra que aporta su trabajo gratuitamente y que espera cobrar en función de los resultados. Pero como no hay una tarea de mediación que asegure la visibilidad, el horizonte final resulta previsible: colgar en una plataforma un disco que no conoce nadie produce que casi nadie lo escuche, y por lo tanto que no genere ingresos, salvo para la empresa, que puede sumar pocas escuchas de una cantidad enorme de producto. Ese es también, en otro sentido, el modelo Amazon, en el que un actor dominante tiene una enorme capacidad de negociación con los proveedores, y además puede beneficiase de las pocas ventas de una cantidad inmensa de obras.
En resumen, el modelo de negocio digital puede ayudar en algunos casos, pero no a la clase media cultural, a la que contribuye a borrar de escena.  Una constatación que no mejora el problema, porque señala cuál no es el camino, pero no hacia dónde se debe ir.

Cuatro.
Puede objetarse que esta desaparición es importante sólo para los directamente afectados y que la cultura, considerada en términos genéricos, no pierde nada (y hasta gana) con este desvanecimiento de los estratos intermedios. Puede decirse, como hemos oído con cierta frecuencia, que las pequeñas editoriales no son más que intermediarios caducos, o que las pequeñas librerías se han convertido en residuos del pasado que palidecen ante la oferta inmensa y la comodidad de la venta por internet. Una objeción lógica en una época en la que prima el modelo contenedor: es mucho mejor ir a Arco que a galerías locales, porque allí puedes contemplar gran parte de lo que se produce, o a grandes festivales musicales, porque mezclan el placer de la experiencia con la variedad sonora, o comprar en Amazon, que lo tienen todo y te lo traen a casa.
Quizá tengan razón, pero el problema es que no tenemos con qué sustituir a estas capas medias o, al menos, a la crítica, la diversidad y a la innovación que pueden impulsar. Realizar una actividad creativa y vivir de ello, aunque sea de un modo modesto, es la condición de posibilidad para defender aquello en que la cultura ha consistido desde los últimos 90 años, (al menos). Por decirlo con otras palabras, si queremos una cultura que no sea monolítica, que ofrezca refutaciones a los modelos existentes, que anticipe aquello que mañana puede ser lo común, que abra vías a la innovación, que promueva valores éticos y estéticos, o simplemente que defienda algo de solidez en un mundo volátil como el nuestro, necesitamos un espacio visible y rentable que facilite que esas tareas tengan lugar: cuando la cultura se convierte en una mera afición costosa para sus productores, o cuando el 99% de las creaciones se convierten en invisibles, no hay acción social posible. El problema, por tanto, no es si las capas medias culturales en su expresión actual deben sobrevivir, sino lo que perdemos como sociedad si carecemos de  las posibilidades propias de las clases medias, aquellas que generan los recursos económicos suficientes como para tener la libertad de decir lo que quieren decir.
Por primera vez en muchas décadas, la cultura ha vivido una revolución que no ha tenido que ver con las formas en que se expresa, ni con la influencia en el mundo en que se desarrolla y ni siquiera, en última instancia, con el tipo de soportes en los que se vende. Las transformaciones han venido impulsadas desde cambios en los hábitos de ocio y en la mentalidad de sus receptores, pero sobre todo desde la alteración profunda de sus estructuras de negocio. La gran tarea innovadora de la cultura, si se pretende salir de este entorno de dos direcciones, ha de ser la de operar en el terreno concreto de la distribución y la visibilidad para conseguir un ecosistema que favorezca todas aquellas virtudes que atribuimos a la cultura. Y, sí, la clase media es necesaria para ese ecosistema.

Esteban Hernández





Il·lustració de Pere Salvà. 
L'article va aparèixer originàriament al suplement Cultura/s del diari "la Vanguardia" el dissabte 27 de febrer de 2016.

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