Un article d'Esteban Hernández il·lustrat per Pere Salvà
Uno.
Mario es músico. Formó
parte de un grupo que publicó dos discos, uno de los cuales fue elegido lp del
año por la prensa especializada, tocó en todos los grandes festivales
nacionales, giró con frecuencia por España y llegó a subirse a escenarios
alemanes y estadounidenses. Cuando la banda se disolvió, los números no dejaban
lugar a dudas: habían perdido dinero.
Los grupos son cada vez más un entretenimiento que exige
tiempo, recursos económicos y dedicación a fondo perdido, ese tipo de cosas que
se hacen cuando se han realizado las tareas de la vida cotidiana, incluidas
aquellas que permiten la subsistencia económica. Cualquiera de los requisitos
necesarios para que el conjunto siga activo precisa inversión: instrumentos,
locales, desplazamientos, grabación de discos, actuaciones en salas. Los
músicos lo han interiorizado, con cierto fatalismo, pero también con una
sensación contradictoria que les lleva a pensar que quizá sea mejor así, porque
nada ajeno intervendrá en el proceso creativo, una suerte de ‘no tenemos dinero
pero sí libertad’. Cuando hablo con Mario me llama la atención la ausencia del
futuro en su discurso, porque he escuchado razonamientos similares muchas veces
en los últimos tiempos: nadie hace planes a largo plazo, se mueven en proyectos
puramente provisionales (la banda durará poco, hasta que surja una nueva
aventura) y carecen de esperanzas de llegar a generar los ingresos suficientes
para vivir de la música, un tema que ni siquiera aparece en las conversaciones.
No digo que no se piense en ello, pero del mismo modo que se anhela un
venturoso golpe de azar cuando se está desesperado o harto. No es un problema
del mundo de la música, sino de la cultura en general: el escritor sueña con
conseguir un éxito masivo, pero del mismo modo que un adolescente fantasea con
salir con una súper modelo: estaría bien, pero todos saben que no va a ocurrir.
Por supuesto, siguen en la pelea, pero sus esfuerzos se destinan a seguir en el
juego, sin esperanzas en que algún día, cuando las cartas se hayan repartido,
tengan los ases en la mano.
Esta falta de proyección en el futuro refleja con bastante
precisión el ánimo de derrota en el que vive el entorno cultural cuando salen a
relucir asuntos económicos. Se ven sobrepasados por un discurso dominante que
subraya las reacciones tardías e ineficaces a un mundo tecnológico que les está
quitando el suelo bajo los pies y que les hace responsables de su suerte
incierta. Tampoco la cultura genera gran simpatía social: todo el mundo lamenta
que una librería cierre, y se efectúan numerosas muestras de solidaridad cuando
ocurre, pero lo cierto es que si esa empatía se hubiera traducido en compras el
establecimiento no habría bajado los cierres. Además, la cultura ha perdido
presencia social, porque ya no es un bien simbólicamente valorado: las clases
populares no la entienden como una posibilidad de mejora en la pirámide social o
de enriquecimiento interior (no hace tantos años, en los barrios obreros y en
los de clase media baja se insistía en la necesidad de leer) y las clases altas
la ven como una afición de segundo orden, ya que prefieren las experiencias
(viajes, acontecimientos, los restaurantes con estrellas Michelín) que les
señalan como pertenecientes a un núcleo distinguido. Y por último, sus modelos de negocio se
muestran débiles, y no tanto porque estén en proceso de transformación, sino
porque viven en situación de decadencia.
De modo que se junta una situación objetivamente complicada con un
estado de ánimo resignado: nada esperanzador asoma por el horizonte.
En otros aspectos, las cosas marchan razonablemente bien:
hay más obras que nunca a disposición de los receptores, y a menudo de forma
gratuita, existe una gran vitalidad creadora y hay muchos medios minoritarios,
además de las redes sociales, que informan de lo que se pone en el mercado. Pero
este entorno de sobreproducción no ha hecho más que acentuar la tendencia
dominante en el mundo de la empresa actual, un proceso de bifurcación en el que
subes o bajas y que produce unos ganadores evidentes, los productos de mayor
visibilidad, los autores con gran capital simbólico y media docena de grandes
empresas de nueva creación, y numerosos perdedores, siendo los principales los integrantes
miembros de la clase media cultural (creadores con relativa aceptación,
pequeñas y medianas empresas, técnicos y freelances del sector y las
publicaciones especializadas) pero también quienes están ocupan los espacios
inferiores, ya que ven enormemente reducidas sus expectativas de futuro. Cristina,
una escritora, me cuenta que, dado que las grandes editoriales no prestan ya
demasiada atención a los autores literarios, estos van a parar a empresas más
pequeñas que les acogen dejando fuera de juego a los autores noveles: hoy es
mucho más difícil que un autor, músico, cineasta, pintor o técnico cultural recién
llegado acceda a la posibilidad de ganarse la vida con su profesión que hace un
par de décadas.
Dos.
Hay factores exteriores a la cultura que influyen
poderosamente en este contexto, y el más evidente es el de la aceleración.
Nuestro entorno posee una gran densidad de estímulos y emociones que nos
arrastran a situaciones contradictorias. Contamos con numerosas fuentes de
información, muchas posibilidades de entretenimiento (desde videojuegos para el
móvil hasta los contenidos de youtube pasando por las interacciones en las
redes sociales), tareas cotidianas que cada vez exigen más partes de nuestro
día, y poco tiempo para absorberlos. Vivimos inmersos en un ritmo intenso, a
menudo más interesados por lo que descubriremos a continuación que por lo que
tenemos en la pantalla en ese instante, una dinámica que suele expulsar todo
rastro de experiencia sólida. La continuidad temporal es proporcionada por la
velocidad, no por un sentido comprehensivo de lo vivido.
El mundo de la cultura sufre especialmente estos procesos, y
no sólo por la gran cantidad de competidores que le han surgido en el tiempo de
ocio, ni tampoco porque nuestra mente esté haciéndose más a la brevedad que a
la profundidad, sino por las transformaciones que se han producido en el
sector, sobre todo en lo referido a las creaciones que requieren de un soporte
físico para su comercialización masiva, como la música, la literatura o el
cine. Sus formas de producción y distribución, los hábitos de los receptores y
las formas de visibilidad se han visto sustancialmente modificadas con la
llegada de nuevos mediadores y con la posibilidad de compartir archivos a
través de la red, a menudo sin retribución para autores y derechohabientes.
Existe una producción bastante mayor que la de épocas
recientes, imposible de absorber para cualquier amante de la creación cultural,
nuevas formas de mediación y visibilidad que priorizan la rapidez, y un
preocupante cuello de botella en el espacio final de la comercialización. El
abaratamiento de la producción, así como de la distribución digital, y la
aparición de potentes nuevos mediadores ha generado efectos de desorientación
consustanciales para orientarse en un entorno de sobreabundancia. La
imposibilidad de abarcarlo todo ha provocado que los consumidores culturales vuelvan su mirada hacia lo ya conocido, hacia
aquellos artistas que les merecen confianza o hacia quienes están
permanentemente en los medios de comunicación. La consecuencia final es que la
oferta se concentra y unas cuantas obras acaparan las ventas y los espacios de
visibilidad. La gran mayoría de los títulos cuentan hoy con un tiempo de
permanencia muy breve, mientras que los escasísimos que alcanzan el éxito logran una circulación nunca pensada. El star system hollywoodiense apenas se
renueva, porque aparecen muchos nuevos actores, pero casi ninguno logra
permanecer; no ha habido nuevas estrellas del rock en los últimos diez años y
las más populares siguen siendo aquellas que ya lo eran hace décadas; todas las
temporadas aparecen creadores que se ponen de moda, pero les resulta
enormemente complicado permanecer; y hacer autores nuevos es mucho más
complicado que antes. Los creadores que gozan de capital simbólico o las
empresas que cuentan con una posición estructural privilegiada tienen muchas
más opciones de conseguir el éxito mientras que el resto acaba perdiéndose
entre masas de producto que circula rápido y se olvida enseguida.
No es que sólo haya espacio para el éxito o la
invisibilidad, pero casi. O dicho de otro modo, apenas queda lugar ya para la
clase media cultural, para un estrato que necesita de tiempo y continuidad, que
no vive grandes triunfos ni sonados fracasos, que vive en la linealidad y en
los procesos acumulativos, que no se dirige a grandes masas de la población,
pero que cuenta con un seguidor fiel y constante. Lo cual tampoco deja sitio para la industria
que le acompañaba: pequeñas y medianas editoriales, galerías, productoras y
distribuidoras cinematográficas, librerías y tiendas de discos, técnicos y
periodistas del sector.
Tres.
La vía digital se presentó como la gran esperanza para
evitar estas dinámicas excluyentes. Abarataba costes de producción y de
distribución, al mismo tiempo que prometía algo impensado, como que cualquier
obra pudiera encontrar a su receptor, por muy distante que se hallase: la obra
de un músico, de un pintor o de un novelista de Cuenca podía ser disfrutada por
un aficionado de Idaho, Buenos Aires o Hong Kong. Las fronteras geográficas
iban a desaparecer, lo que abría un espacio inmenso para la calidad y la
diferencia. Internet, además, prometía una distribución barata y masiva a un
coste muy bajo y la desaparición de los intermediarios, y sus nuevos operadores
virtuales, como Amazon o Spotify, aportaban una infraestructura efectiva que
daba cuerpo a las nuevas posibilidades. La cultura tenía ante sí un desarrollo
potencial nunca imaginado.
Sin embargo, la retórica tecnológica está suponiendo mucho
más un problema añadido que una solución. En primera instancia, porque acelera
los procesos ya existentes en lugar de moderarlos: Amazon o Spotify, como la
red misma, viven de aquello que ya se conoce, no de lo que crean. En un
contexto de sobreabundancia y de aceleración, el consumidor medio busca sobre
todo eliminar ruido, por lo que regresa a que le resulta fiable, esto es, a
autores y obras que le atraen. En segunda instancia, porque los autores
actuales, y en particular los jóvenes, tienen que competir no sólo con
creadores que están produciendo en ese mismo instante, sino con la misma
historia: cuando tienes en la red de modo gratuito la gran parte de la producción
musical de los últimos setenta años, ¿por qué vas a perder tiempo en un grupo
nuevo y desconocido cuando es posible bajarte las obras completas de los
autores que ya te gustan?
Pero, en tercera instancia, el sueño tecnológico es un gran
problema para la clase media cultural por su modelo retributivo. Spotify es un
buen ejemplo: mientras la empresa mediadora tradicional invertía sufragando los
gastos de la producción de objeto físico (el libro, el disco o el dvd) o la
obra misma (la película) y corría con la distribución y la promoción, los
modelos digitales se basan en la simplificación de los procesos en beneficio
propio: Spotify ha puesto en marcha una plataforma donde no hay gastos de
producción, porque los creadores aportan sus creaciones ya finalizadas, y
tampoco de distribución ni de promoción.
Cuentan con una gran masa de mano de obra que aporta su trabajo
gratuitamente y que espera cobrar en función de los resultados. Pero como no
hay una tarea de mediación que asegure la visibilidad, el horizonte final
resulta previsible: colgar en una plataforma un disco que no conoce nadie
produce que casi nadie lo escuche, y por lo tanto que no genere ingresos, salvo
para la empresa, que puede sumar pocas escuchas de una cantidad enorme de
producto. Ese es también, en otro sentido, el modelo Amazon, en el que un actor
dominante tiene una enorme capacidad de negociación con los proveedores, y
además puede beneficiase de las pocas ventas de una cantidad inmensa de obras.
En resumen, el modelo de negocio digital puede ayudar en
algunos casos, pero no a la clase media cultural, a la que contribuye a borrar
de escena. Una constatación que no
mejora el problema, porque señala cuál no es el camino, pero no hacia dónde se
debe ir.
Cuatro.
Puede objetarse que esta desaparición es importante sólo
para los directamente afectados y que la cultura, considerada en términos
genéricos, no pierde nada (y hasta gana) con este desvanecimiento de los
estratos intermedios. Puede decirse, como hemos oído con cierta frecuencia, que
las pequeñas editoriales no son más que intermediarios caducos, o que las
pequeñas librerías se han convertido en residuos del pasado que palidecen ante
la oferta inmensa y la comodidad de la venta por internet. Una objeción lógica
en una época en la que prima el modelo contenedor: es mucho mejor ir a Arco que
a galerías locales, porque allí puedes contemplar gran parte de lo que se
produce, o a grandes festivales musicales, porque mezclan el placer de la
experiencia con la variedad sonora, o comprar en Amazon, que lo tienen todo y
te lo traen a casa.
Quizá tengan razón, pero el problema es que no tenemos con
qué sustituir a estas capas medias o, al menos, a la crítica, la diversidad y a
la innovación que pueden impulsar. Realizar una actividad creativa y vivir de
ello, aunque sea de un modo modesto, es la condición de posibilidad para
defender aquello en que la cultura ha consistido desde los últimos 90 años, (al
menos). Por decirlo con otras palabras, si queremos una cultura que no sea
monolítica, que ofrezca refutaciones a los modelos existentes, que anticipe
aquello que mañana puede ser lo común, que abra vías a la innovación, que
promueva valores éticos y estéticos, o simplemente que defienda algo de solidez
en un mundo volátil como el nuestro, necesitamos un espacio visible y rentable que
facilite que esas tareas tengan lugar: cuando la cultura se convierte en una
mera afición costosa para sus productores, o cuando el 99% de las creaciones se
convierten en invisibles, no hay acción social posible. El problema, por tanto,
no es si las capas medias culturales en su expresión actual deben sobrevivir,
sino lo que perdemos como sociedad si carecemos de las posibilidades propias de las clases
medias, aquellas que generan los recursos económicos suficientes como para
tener la libertad de decir lo que quieren decir.
Por primera vez en muchas décadas, la cultura ha vivido una
revolución que no ha tenido que ver con las formas en que se expresa, ni con la
influencia en el mundo en que se desarrolla y ni siquiera, en última instancia,
con el tipo de soportes en los que se vende. Las transformaciones han venido
impulsadas desde cambios en los hábitos de ocio y en la mentalidad de sus
receptores, pero sobre todo desde la alteración profunda de sus estructuras de
negocio. La gran tarea innovadora de la cultura, si se pretende salir de este entorno
de dos direcciones, ha de ser la de operar en el terreno concreto de la
distribución y la visibilidad para conseguir un ecosistema que favorezca todas
aquellas virtudes que atribuimos a la cultura. Y, sí, la clase media es
necesaria para ese ecosistema.
Esteban Hernández
Il·lustració de Pere Salvà.
L'article va aparèixer originàriament al suplement Cultura/s del diari "la Vanguardia" el dissabte 27 de febrer de 2016.
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